martes, 4 de diciembre de 2012

El hombre del campo.



La pequeña niña observaba el cielo campestre, veía hermosas nubes flotando, avanzando perezosas hacia donde el viento decidiera llevarlas, la tarde caía, somnolienta, sobre el extenso campo, verde hasta donde alcanzaba la vista. A su derecha, el sol despedía destellos rosáceos sobre las nubes, entre grandes espacios invadidos por árboles. A su izquierda, las montañas brumosas ya ocultas en la oscuridad, la observaban impasibles, antiguas, indiferentes. La niñita se levantó de la silla en la que estaba, vigilando si, como su madre le había ordenado, no había ensuciado su vestidito azul con un bonito estampado de borreguitos en la pechera,  sus zapatitos blancos y sus calcetas con encajes. Tomó uno de sus juguetes, el osito que la hacía sentir más segura y dio unos pasitos titubeantes hacia adelante. Alguien en el extenso campo de cultivo de maíz que crecía frente a ella, la observaba, siempre con la misma cara indiferente e inmóvil, con los brazos extendidos en cruz. Ella no sabía por qué esa persona seguía ahí. ¿No se cansaba a caso? ¿No le daba sed, o hambre? Ella era curiosa, ella quería saber.

Tomó un respiro, para valentía, miró hacia atrás, donde su madre medio dormía, meciéndose parsimoniosa y rítmicamente en la gran silla de madera, no se ausentaría mucho. Avanzó cautelosa hasta la gran muralla de plantas de maíz, había espacios entre plantas, justo para que ella pasara por ahí, se colocó en el punto en el que solo debería ir hacia adelante, para llegar directo a donde quería.

La niña sentó a su osito en el suelo, justo detrás de ella, en su mentecita, él la iba a vigilar y a proteger. Dio un gran suspiro y comenzó su camino, avanzaba, teniendo cuidado con sus pies. Ella veía que sus zapatitos se ensuciaban de barro, sabía que mami la iba a reñir, pero el hombre del campo podía necesitar ayuda.

Poco a poco, la oscuridad se cernía sobre ella, haciendo que no viera más allá de unos centímetros. Filas tras filas de grandes plantas se repetían ante sus ojos, y el camino parecía infinito. Escuchaba sonidos, como un susurro de viento. Pero no sentía nada. Era movimiento, a su alrededor. Comenzaba a ponerse muy nerviosa, avanzó más rápido, para poder terminar con eso de una vez, ella avanzaba y los sonidos aumentaban, inquietantes, no supo cuando, había  comenzado a correr, con toda la fuerza que le daban sus piernecitas, se adentraba cada vez más en aquel maizal, los músculos quemaban, los pulmones no parecían suficientes. De repente, justo frente a ella, se abrió un espacio libre de plantas, con una estaca en cruz justo en el centro...

…Pero algo faltaba… El hombre del campo, no estaba en donde siempre. La niña volteó desesperada, buscando en cada lugar que podía ver, exhausta, inhalando grandes bocanadas de aire, que se negaban a permanecer en sus pulmones. De repente, encontró con la mirada a un bulto, justo donde iniciaban las plantas, parecía una gran muñeca, doblada a la mitad, con los brazos extendidos a su lado, con paja saliendo por las hendiduras de sus ropas gastadas. La muñeca levanto despacio la cabeza, y el vértigo se apoderó de la niña. Era el hombre del campo, fuera de su lugar. Sus ojos inexpresivos, brillaban con maldad, y una sonrisa cosida en los labios, se expandía, tétrica por su cara. La niña profirió un grito chillante, ese no era un hombre, eso no era humano.

La criatura se levantaba despacio, mientras la pequeña sentía sus rodillas chocar contra el barro, el hombre del campo se ponía en posición, la niña sabía que saltaría sobre ella. La pequeña sintió su pecho contra el suelo, y después su rostro, pero ni cerraba los ojos, ni perdía de vista a la criatura, la cual se acercaba agazapada, la niña no podía mas, tenía tanto miedo.  Escuchó a lo lejos que alguien gritaba su nombre, en desesperación, y sonidos en el maizal, diferentes que susurros. Eran pasos, de mucha gente que corría. La pequeña sonrió, venían por ella, vio el gesto de furia de la criatura, y cerró los ojos, dejando a la inconsciencia curar su terror.


Cuando la niña vuelve a aquel pueblo, a aquel maizal, aun observa el infinito, recordando un raro sueño que tuvo alguna vez, había sido hace tanto tiempo y nada fue igual desde entonces. Aún cuando le pregunta a su padre por el espanta pájaros que había en el centro de aquel maizal, él evita su mirada, volviendo el ambiente tenso, y le dice con amor “ahí nunca hubo nada, cariño. Siempre tuviste una gran imaginación”. Pero ella dudaba. Ella guardaba el recuerdo de un rostro en su mente, y unos zapatitos enlodados en el armario de su habitación.


lunes, 26 de noviembre de 2012

Vendetta.



La chica yacía en su cama, en silencio, con la mirada fija en la oscuridad de la única esquina libre de su habitación, era ya toda una mujer, estaba más cerca de sus 33 que de sus 32, y aún así, no podía evitar los escalofríos que sentía esa noche en particular. Tomó las sábanas y las subió hasta su cuello, dándose la media vuelta y acurrucándose en un apretado ovillo suspirando despacio, dándole la espalda a la temida oscuridad. Abrió los ojos de nuevo, y fijó su vista en la pequeña fotografía que estaba colocada en una esquina del espejo de su tocador, aunque en ese momento no alcanzaba a verla con el simple y tenue rayo de luna gris que entraba por las cortinas entreabiertas,  no era más que la caricatura de una mariposa, con ambas alas extendidas, y una de ellas, lastimosamente rota, con los restos trazados en el fondo, casi como si fuesen gotas de sangre, esparcidas y manchadas con los dedos. Ella misma lo había dibujado, era el recuerdo, pequeño, casi insignificante del daño que había hecho, tantos años atrás, y quería olvidar. Cerró los ojos, y comenzó a recordar sus buenos momentos, aquellas sensaciones que la relajaban, que la llevaban a tener un poco de calma, para conciliar el sueño en aquella terrible y enorme soledad.

Se encontraba en esa pegajosa frontera confusa entre el sueño y la realidad, y vio su rostro de nuevo, esto la sacudió un poco, no quería recordarlo a él. Pero más doloroso aún fue recordarla a ella, tal como se la imaginó, pero jamás la vio… aovillada en una esquina, llorando amargamente, con el cabello castaño en ondas despeinado y desaliñado, las mejillas pálidas y los ojos miel hinchados y rojos de tanto sufrir, apenas mas que una niña, sufriendo por aquel que ella deseó. 

Se sentó bruscamente en la cama, apartó las sábanas a patadas, y se dirigió casi corriendo a la cocina, encendiendo todas las luces en el camino; al entrar observó las cosas con atención, no sabía por qué había llegado ahí exactamente. Apoyó su mano izquierda sobre el marco de la puerta, cerró los ojos y dirigió su rostro hacia el piso, cansada. En un segundo, abrió los ojos, avanzó despacio al interior de la cocina, y se congeló por un momento. Agudizó sus sentidos, creyó haber escuchado pasos. ¿Pero qué le pasaba? ¿Estaba paranoica? En una ciudad como ésta, escuchar pasos no era nada nuevo. Medio sonrió por su estupidez, y fue a la estantería a tomar un vaso. Al avanzar hacia ahí, observó fijamente el cajón que siempre se tenía bajo llave, recordó el arma que había dentro. Se paró un segundo, con las manos en el aire, y la mirada fija. Sin pensarlo mucho mas, se dirigió al mueblecito más alto de la cocina, y, poniéndose de puntitas levantó los brazos, y tomó la lleve polvorienta que abría aquel cajón. No sabía exactamente por qué lo hacía, pero avanzó a grades pasos y se arrodilló, abriendo despacio el contenedor aquél… Sacó una caja de madera, y la puso sobre la mesa, y con un gran suspiro, la abrió, observando ahí la Beretta automática y varios cartuchos de municiones al lado. La tomó con manos temblorosas y un cartucho aparte, no quería cargar, era una estupidez hacerlo. Pero tener el arma cerca la hacía sentir más segura. Se sintió muy cansada, tanto como no lo había estado en años. Dejó todo en la cocina tal  como estaba en ese momento, salió de ahí despacio, medio arrastrando los pies, bajando interruptores al pasar. Llegó a su habitación aún adornada de manera juvenil y dudó si bajar el interruptor. Casi se abofetea a ella misma al darse cuenta de lo que pensaba, bajó furiosamente el switch, y el bombillo fluorescente dejó de brillar, dejando una sombra verdosa en lugar de luz. La chica se acurrucó de nuevo, dejando el arma y las municiones en la mesita de noche, al lado de su cama.

Se preparó de nuevo para dormir, más agotada de lo que creía, apenas su cabeza tocó la almohada, comenzó a dejar la conciencia, lento, pero no demasiado. Antes de que ella misma se diera cuenta, había caído dormida, profundamente.

Abrió los ojos de golpe, y con la tenue luz que entraba por la ventana observó al monstruo mas horrendo que jamás pudo haberse siquiera imaginado, estaba justo sobre ella, respirando un aliento pútrido, con su piel escamosa obscenamente brillante en la oscuridad, su pequeña boca, llena de dientes filosísimos, no causaba nada de miedo, a comparación de sus enormes garras de más de 20 centímetros, que parecían navajas de doble filo rematando unos brazos largos y huesudos, nudosos. Lo observó una milésima de segundo, y entonces recordó el arma, hizo el amago de lanzarse por ella, pero ni bien se había movido un solo milímetro, la criatura, de una rapidez inimaginable, atacó con sus grandes garras… La mujer apenas tuvo tiempo de exhalar un tenue quejido, que quedó flotando en la oscura soledad de aquella gran ciudad, mientras el monstruo aquel, le cortaba la garganta de un solo rápido golpe.

Mientras la bestia atacaba, y atacaba, abriendo grandes surcos sangrentes en la piel de la chica, alguien afuera reía, suavemente, tintineante, como campanas movidas por el viento, la bestia golpeaba con furia, destrozando el cuerpo, haciéndolo no más que una masa sanguinolenta de tripas y carne, reposando sobre una cama destrozada, manchada por completo de rojo, que escurría hasta la alfombra gastada.

La bestia atacaba, y atacaba, si alguien se hubiese atrevido a ver la escena, soportado la grotesca imagen del cuerpo humano hecho poco menos que carne molida y se hubiese dado solo un segundo para pensar, se habría cuestionado “¿Por qué sigue atacando?” Golpeando enérgicamente, casi con furia salvaje a una persona que aparentemente solo estuvo en mal lugar, en  mal momento.
En la ventana se  dibujaba una tenue silueta. Parada detrás de ella había una persona, con las manos extendidas al frente de si, moviéndolas despacio. Debajo de la capucha negra que cubría por completo su cabeza, se veía una piel pálida y un par de labios gruesos y carnosos pintados de carmín, estos se movían a penas, susurrando palabras irrepetibles, oscuros conjuros milenarios, para controlar fuerzas que tal vez, si no se estudiaban lo suficiente, se podían salir de control.

Pero no hoy, no a ella. Una ráfaga de viento dio justo en la cara de la hechicera tirando la capucha hacia atrás, y haciendo a su cabello flotar a su alrededor,  no se inmutó con esto, siguió susurrando sus conjuros, y moviendo sus dedos, controlando a la bestia sacada de las más profundas llamas del infierno, para perpetrar su dulce venganza… Moviendo los hilos invisibles de su poder, matándola con sus propias manos, sonriendo, viendo a través de los ojos del verdugo, atacando cada vez con más furia, hasta que no quedó nada más. Con un último conjuro de liberación y protección, acompañado de un movimiento repentino de manos, liberó a la bestia de sus ataduras, la cual solo observó a su alrededor, y desapareció en un rugido gutural, volviendo al infierno, a donde pertenece.

La bruja oscura sonreía saboreando el dulce momento; sintió unas gotas de lluvia caer en su ondulante y largo cabello castaño, sus mejillas, sonrosadas dulce e infantilmente, se contrajeron un poco  al ensancharse más la sonrisa en el rostro de aquella. Su expresión era angelical, la más hermosa que muchas personas habrían visto en toda su vida. Comenzó a andar, pensando en llegar pronto a su casa; Su amado no se daría cuenta de su ausencia, aunque más valía no arriesgarse, en cuanto a aquella mujer, ni siquiera la recordaba, se había asegurado de eso día tras día, escudriñando profundamente en sus pensamientos. Quería acurrucarse en la cama junto a él, además, casi era la hora en la que la pequeña bebé despertaba llorando de hambre, y sus hermanitos iban a por ella. Necesitaban a mamá. La hechicera, en un intento por protegerse de la fría lluvia, subió de nuevo su capucha, y arreció el paso, escondiendo en la oscuridad sus aún infantiles ojos color miel.